De sexo se habla y se escribe mucho, mas de lo que se practica.
Esto no es una guía para practicar mas, pero puede ser que mis experiencias
te hagan sonreír, sonrojar o te ayuden a conocer mas sobre el tema, buscarle
nuevos puntos de vista, o aprender juntos sobre sexo, erotismo y placer.

jueves, 9 de diciembre de 2010

Relato "El Tatuador" y El fetichismo de los pies (II)

...
El deseo de Seikichi, durante tanto tiempo contenido, se convirtió en amor apasionado. Una mañana, ya muy entrada la primavera siguiente, se encontraba en el balcón, adornado por los bambúes floridos, de su casa de Fukagawa contemplando una maceta de lirios omoto, cuando oyó a alguien junto a la puerta de su jardín. Por la esquina del seto interior apareció una muchacha. Le llevaba un recado de una amiga suya, Gheisa del cercano barrio de Tatsumi.
- Mi ama me ha dicho que le entregue esta capa y dice que si tendría la amabilidad de decorar el forro - dijo la muchacha. Desató un paquete de ropa color azafrán y saco una capa de seda, de mujer (envuelta en un pliego de papel grueso en el que estaba impreso un retrato del actor Tojako), y una carta.
La carta repetía su amistosa petición y continuaba diciendo que su portadora empezaría pronto la carrera de gheisa bajo su protección. Esperaba que, sin echar en olvido los viejos vínculos, extendiese su protección a esta muchacha.
- Creo que es la primera vez que te veo - dijo Seikichi escrutándola con insistencia. Parecía no tener más de quince o dieciséis años, pero su rostro mostraba una belleza extrañamente madura, un aspecto de experiencia, como si ya hubiese pasado varios años en el alegre barrio y hubiese fascinado a incontables hombres. Su belleza reflejaba los sueños de generaciones de hombres y mujeres seductores que habían vivido y muerto en la vasta capital donde estaban concentrados los pecados y las riquezas de todo el país.
Seikichi le ofreció asiento en el balcón y estudió sus delicados pies, desnudos salvo unas elegantes sandalias de paja.
- Tu saliste del palanquín del Hirasei una noche de julio pasado, ¿no es cierto? - le preguntó.
- Supongo que sí - contestó ella, sonriendo ante la extraña pregunta -. Mi padre vivía todavía y me llevaba con frecuencia allí.
- Te he estado esperando durante cinco años. Es la primera vez que te veo la cara, pero recuerdo tu pie… Acércate un momento, tengo que enseñarte una cosa.
Ella se había puesto en pie para irse, pero la cogió de la mano y la condujo arriba, al estudio que daba a la orilla del río. Entonces sacó dos kakemonos y desenrolló uno ante ella.
Era una pintura de una princesa china, la favorita del cruel Emperador Chu de la dinastía Shang. Estaba apoyada en una balaustrada, en postura lánguida, la larga falda de su vestido de brocado floreado caía hasta la mitad de un tramo de escalones, su esbelto cuerpo soportaba con dificultad el peso de una corona de oro tachonado de coral y lapislázuli. Llevaba en la mano derecha una ancha copa de vino que inclinaba hacia los labios mientras contemplaba a un hombre que era conducido a la tortura en el jardín de abajo. Tenía las manos y los pies encadenados a un pilar hueco de cobre en cuyo interior iban a echar un fuego. La princesa y su víctima, la cabeza inclinada ante ella, los ojos cerrados, dispuestos a aceptar su destino, estaban representados con terrorífica verosimilitud.
Mientras la muchacha contemplaba la extraña pintura, sus labios temblaron y los ojos empezaron a chispearle. Poco a poco su faz fue adquiriendo una curiosa semejanza con la de la princesa. En la pintura, descubrió su yo secreto.
- Tus propios sentimiento están revelados aquí - le dijo Seikichi, complacido, mientras la miraba al rostro.
- ¿Por qué me muestras una cosa tan horrible? - preguntó la muchacha, mirándole. Se había puesto pálida.
- La mujer eres tú. Su sangre corre por tus venas. Después, extendió el otro kakemono.
Era éste una pintura titulada “Las Víctimas”. En medio de ella, una joven estaba en pie apoyada al tronco de un cerezo: gozaba contemplando un montón de cadáveres de hombres que yacían a sus pies. Unos pajarillos trinaban sobre ella, cantando triunfalmente; sus ojos irradiaban orgullo y gozo. ¿Era un campo de batalla o un jardín de primavera? En este cuadro, la muchacha sintió haber encontrado algo escondido durante mucho tiempo en las tinieblas de su propio corazón.
- Esta pintura muestra tu futuro - dijo Seikichi, apuntando a la mujer que había bajo el cerezo: la propia imagen de la muchacha -. Todos estos hombres arruinarán sus vidas por ti.
- Por favor, ¡te suplico que te lleves esto! - Se volvió de espaldas como para escapar a su tantálico hechizo y, temblando, se postró ante él. Finalmente, continuó diciendo: - Sí, admito que no te equivocas conmigo: yo soy como esa mujer… Así que, llévate eso, por favor.
- No hables como una cobarde - le dijo Seikichi, con sonrisa maliciosa -. Míralo más cerca. No durarán mucho tus escrúpulos.
Pero la muchacha se negaba a levantar la cabeza. Todavía postrada, con el rostro entre las mangas, repetía una y otra vez que estaba asustada y quería marcharse.
- No, tienes que quedarte: quiero convertirte en una verdadera belleza - le dijo, acercándose a ella. Llevaba bajo el kimono un frasquito de anestésico que había conseguido algún tiempo antes de un médico holandés.

El sol de la mañana brillaba sobre el río, enjoyando el estudio de ocho alfombras con su ardiente luz. Los rayos reflejados por el agua dibujaban temblorosas olas doradas sobre las mamparas corredizas de papel y sobre el rostro de la muchacha, que estaba profundamente dormida. Seikichi había cerrado las puertas y sacado sus instrumentos de tatuaje, pero durante un rato se limitó a sentarse, arrobado, saboreando hasta la saciedad su misteriosa belleza. Pensaba que jamás se cansaría de contemplar su sereno rostro semejante a una máscara. Precisamente como los antiguos egipcios habían embellecido sus magníficos campos con pirámides y esfinges, iba él a embellecer la impoluta piel de la muchacha.
En este momento, levantó el pincel que apretaba entre el pulgar y los dos dedos siguientes de la mano izquierda, aplicó su extremo en la espalda de la muchacha y, con la aguja que llevaba en la mano derecha, empezó a grabar un dibujo. Sintió que su propio espíritu se disolvía en la tinta negra de polvo de carbón con que le manchaba la piel. Cada gota de cinabrio Ryukyu con que iba mezclando el alcohol y atravesándola era una gota de su propia sangre. Veía en sus pigmentos los matices de sus propias pasiones.
Pronto llegó la tarde y, luego, el tranquilo día primaveral avanzó hacia su fin. Pero Seikichi no se detuvo en su trabajo, ni se interrumpió el sueño de la muchacha. Cuando un criado llegó de casa de la gheisa preguntando por ella, Seikichi lo despachó diciéndole que hacía tiempo que se había ido. Y horas más tarde, cuando la luna colgaba sobre la mansión del otro lado del río, bañando las casas de la orilla en una luz de ensueño, el tatuaje no estaba ni a medio hacer. Seikichi trabajaba a la luz de una vela.
Ni siquiera introducir una gota de colorante era un trabajo fácil. A cada pinchazo de la aguja, Seikichi daba un profundo suspiro y sentía como si se hubiese atravesado su propio corazón. Poco a poco, las marcas del tatuaje empezaron a adquirir la forma de una gigantesca araña hembra; y cuando el cielo nocturno empalidecía con la luz del alba, esta horripilante y malévola criatura había estirado sus ocho patas para abrazar por completo la espalda de la muchacha.
A plena luz del alba primaveral, las barcas habían empezado a bogar por el río, de arriba abajo, con los remos restallando en la quieta mañana; los tejados brillaban al sol y la neblina comenzaba a adelgazar sobre las blancas velas que se hinchaban con la brisa mañanera. Por fin, Seikichi dejó el pincel y contempló la araña tatuada. Esta obra de arte había sido el supremo esfuerzo de su vida. Ahora, cuando la hubo acabado, su corazón estaba atravesado de emoción.
Las dos figuras permanecieron quietas durante algún tiempo. Luego, las paredes de la habitación devolvieron el eco tembloroso de la voz baja y bronca de Seikichi:
- Para hacerte verdaderamente hermosa he vertido mi espíritu en este tatuaje. No existe hoy una mujer en el Japón que se pueda compara contigo. Tus viejos temores han desaparecido. Todos los hombres serán tus víctimas.
Como respuesta a estas palabras, un débil gemido escapó de los labios de la muchacha. Lentamente, empezó a recobrar los sentidos. A cada estremecida inspiración, las patas de la araña se agitaban como si estuviera viva.
- Tienes que sufrir. La araña te tiene entre sus garras.
Como respuesta, abrió ella los ojos levemente, con una mirada vacía.. La mirada se le fue avivando progresivamente, como la luna va encendiéndose por la tarde, hasta lucir esplendorosamente en su faz.
- Déjame ver el tatuaje - dijo, hablando como en sueños, pero con un dejo de autoridad en la voz -. Al darme tu espíritu, has tenido que hacerme muy bella.
- Antes tienes que bañarte para que aparezcan los colores - susurró Seikichi compasivamente -. Me temo que va a dolerte, pero se valiente otro poco.
- Puedo soportar cualquier cosa por la belleza.
A pesar del dolor que le recorría el cuerpo, sonrió.
- ¡Cómo pica el agua!… Déjame sola ¡espera en la otra habitación! No me gusta que un hombre me vea sufrir así.
Al salir de la tina, demasiado débil para poder secarse, la muchacha echó a un lado la compasiva mano que Seikichi le ofrecía y se dejo caer al suelo en una agonía, quejándose como presa de una pesadilla. El despeinado cabello le colgaba sobre el rostro en salvaje maraña. Las blancas plantas de sus pies se reflejaban en el espejo que había detrás de ella.
Seikichi estaba asombrado del cambio que había sobrevenido a la tímida y sumisa muchacha del día anterior, pero hizo lo que le había dicho y se fue a esperar en el estudio. Alrededor de una hora después volvió, cuidadosamente vestida, con el empapado y alisado cabello cayéndole por los hombros. Apoyándose en la barandilla del balcón, miró al cielo levemente brumoso. Le brillaban los ojos; no había en ellos ni una huella de dolor.
- Me gustaría ofrecerte también estas pinturas - dijo Seikichi, colocando ante ella los kakemonos -. Cógelas y vete.
- ¡Todos mis antiguos temores se han desvanecido y tú eres mi primera víctima! - Le lanzó una mirada tan brillante como una espada. Una canción de triunfo sonaba en sus oídos.
- Déjame ver de nuevo tu tatuaje - suplicó Seikichi.
Silenciosamente, la muchacha asintió y dejó resbalar el kimono de sus hombros. Precisamente entonces su espalda, esplendorosamente tatuada, recibió un rayo de sol y la araña se coronó en llamas.
Jun'ichirö Tanizaki


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